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Volvé Brodsky, volvé

2 Ago

por Juan Manuel Pérez

Para la poesía del siglo xx Brodsky fue un faro, una luz brillante y segura en el medio de la oscuridad y el desasosiego. Fue una cúspide en el lenguaje, fue el encuentro de dos estéticas tan disímiles como son la del Este y la del Oeste. América y Rusia. Y fue la prueba concisa de que siendo lenguas y culturas tan lejanas, pueden compartir una constante.

Cuando, en 1972, J.B. abandonó el país que lo vio nacer, (cuando su país le consiguió un salvoconducto y lo echó para siempre) su primer destino fue la puerta de W. H. Auden, que había sido una imagen decisiva para su formación poética, y que marcó junto con Yeats y Eliot un camino fatalmente inevitable en el curso de la poesía de la lengua inglesa (y más).

Había aprendido de ellos, los había venerado, los veía como dioses romanos que traían civilización y belleza a los helados campos de reeducación, en los que estuvo detenido. Para estar más cerca de sus dioses, en ese lugar tan desesperante, había aprendido la lengua de ellos. Ahí  Brodsky leyó y tradujo con pasión la obra de Auden, abordó con la vehemencia y la energía que lo caracterizan los puntos centrales de su lenguaje poético (el desarrollo del imaginario griego y romano, el clasicismo en las formas del poema, la métrica cuidadosa, las reflexiones acerca de la soledad, y del lenguaje… los perros) pero Brodsky no solo leyó a Auden, él se leyó y se escuchó a sí mismo en Auden. Se reconoció en sus poemas, supo que estaban dirigidos a él. Cantó con sus canciones, y oró con sus plegarias.

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