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PADRES (II)

27 Sep
Fiodor Dostoievski
Los hermanos Karamázov
*

Por Pier Paolo Pasolini.

Los hermanos Karamázov, de Fiodor Dostoievski, traducción de Omar Lobos, Editorial Colihue, 2006.

Freud, como es sabido, no quería mucho a Dostoievski. Las razones que Freud esgrime para justificar su escasa admiración son convencionales y de “buen sentido” (“síntoma” claro, por lo tanto). De todas maneras, Freud ha escrito un ensayo sobre el “parricidio” en Dostoievski (a propósito de Los hermanos Karamázov) y remito al lector a dicho ensayo, si bien no lo tengo presente en este momento con la suficiente claridad como para justificar este “remitir”, y, tal vez más aún, para justificar las dos o tres observaciones que querría formular precisamente acerca de este parricidio (recientemente ha aparecido una edición popular de Los hermanos Karamázov).

Lo que más me sorprende de dicho parricidio es el “reparto”, o tal vez será mejor decir la “multiplicación” de las responsabilidades en lo que atañe a la figura del parricida, y el “duplicado” en lo que atañe a la figura del padre.

También en Crimen y castigo la madre “metafórica”, es decir la vieja usurera, está “duplicada”: es decir, que a ella se añade la hermana “bondadosa”. Por lo tanto, el matricida de Crimen y castigo mata a dos madres en vez de una. Pero aquí la “duplicación” está justificada, porque en realidad la madre se desdobla en sus dos aspectos primordiales: la madre-dragón, la madre-asesina, etc., y la tierna madre de la infancia, introducida por medio de la dulzura del seno, etc. Raskólnikov, pues, materialmente mata a dos madres. En realidad mata solamente a una, que, ante sus ojos alucinados, los del “tiempo del sueño”, se aparece bajo sus dos aspectos opuestos. Matricidio inútil el suyo, como es sabido. Efectivamente, apenas lo ha llevado a cabo, he aquí que la madre vuelve a presentarse ante él, vivita y coleando—como resucitada—con toda su carga de prepotencia y de dulzura; y, naturalmente, además, “duplicada”: se trata de la “madre” y de la “hermana” de Raskólnikov, las verdaderas, las físicas, que llegan a San Petersburgo desde el lejano pueblo natal.

También en Los hermanos Karamázov son dos los padres asesinados (aunque en el caso del segundo el asesinato no tiene éxito): uno es el padre auténtico, el otro es el hombre que ha obrado como un padre: cruel e inmoral el primero, tierno y moral el segundo (que es un criado). En la misma noche, casi en el mismo instante, los cuerpos de estos dos padres—o de este padre en dos—yacen maltratados y ensangrentados. Pero mientras que en Crimen y castigo esta duplicación se muestra perfectamente clara y lógica, en Los hermanos Karamázov es infinitamente más inexplicable, mejor dicho enigmática. El hecho de que la unidad paterna esté constituida por dos personas no tiene salidas o justificaciones reconocibles, en el relato, ni siquiera en lo que atañe a los asesinos. Asesinos que constituyen, ellos también, un verdadero misterio.

Por el momento, el ejecutor material del parricidio parece ser Smerdiákov, el hijo ilegítimo, aquel que más que ningún otro podía tener razones, en el fondo, para odiar al padre. Digo “parece ser” y no directamente “es” porque en realidad es él mismo quien dice a su hermanastro Iván ser el culpable: y nada, ni siquiera Dostoievski, puede garantizar que esa confesión suya sea sincera. En realidad, el “momento” del asesinato del padre es una “laguna”.

Dostoievski—recurriendo así a un truco que no tiene equivalentes en ningún otro punto de toda su obra narrativa—pone allí unos “puntos suspensivos”. Es decir, lo pasa en silencio, lo reprime: no quiere que se sepa, y tal vez, acaso, no quiere saberlo. En esos “puntos suspensivos” está todo Freud.

Los hermanos Karamázov es el poema de la represión. El hermano segundogénito, Ivan, es en este aspecto el protagonista: la serie de sus “represiones” es directamente de laboratorio. Es decir, él es el encargado de representar la “represión” explícitamente. Pero en realidad también el primogénito Dmitri y el tercer hermano, Aliosha, son héroes de la represión: y este último tal vez más que ningún otro. Dmitri lo es de la manera más elemental. Tiene unos “lapsus”, unas “amnesias”. En primer lugar, tal vez, la amnesia de su propio delito (en el caso de que la confesión de Smerdiákov no sea sincera), junto con automatismos que también son, por otra parte, de laboratorio. Por ejemplo el acto de tomar el martillo, es decir el arma homicida: con la que él, aun no habiendo dado muerte a su padre carnal, de todas maneras le ha dado muerte en su sustituto o doble, el padre que lo ha criado. Los “puntos suspensivos” por medio de los cuales no está dicha, o se mantiene oculta, la mecánica real del parricidio—y el parricidio mismo—son la “laguna” en que se puede leer, por medio de una lectura no literal, la culpabilidad de los cuatro hermanos. Ante todo de Smerdiákov, como éste confesará acaso sinceramente (pero sin ofrecer las pruebas que para un tribunal pudiesen demostrar otra cosa que una autoacusación); después, naturalmente, Dmitri, que se “olvida” de dar muerte al padre verdadero y después destroza físicamente al “doble” paterno en el jardín; después Iván, culpabilizado más que ningún otro, ya que, más que todos los demás (el inocente Dmitri y el monstruoso Aliosha), siente su propia culpabilidad de “incitador” (hasta la total amnesia de la psicosis y de la muerte); y por último Aliosha, que lo sabe todo, que lo adivina todo y que no mueve un dedo para que no deje de cumplirse aquello que prevé.

Muñón humano que es presentado como un modelo de gracia y de belleza corporal e interior (y de quien todos se enamoran), Aliosha es el verdadero enigma de la novela (que acaba con un discursito suyo atrozmente oficial ante la tumba del pequeño Ilucha). Sus sentimientos, en la primera parte del libro, se desatan con la maravillosa pureza del exceso. Después, de golpe, ya no existen. Sobre todo ello Dostoievski no se pronuncia directamente. Pero en función de esto construye dos figuras que de otro modo hubieran sido totalmente inútiles, retóricas, más aún, directamente arbitrarias: Liza Chochlakov y, precisamente, el pequeño Ilucha.

Liza se muestra perfectamente inútil, desprovista de cualquier salida narrativa hasta que pronuncia sus últimas palabras de personaje, acusando, como hablando para sí misma, en voz baja pero con todas sus fuerzas, a Aliosha: “¡Cobarde, cobarde, cobarde!”, y cumple de golpe con ello toda su función de personaje, hasta aquel momento gratuito, extravagante, directamente un poco manierista (manierista, se entiende, dentro de la obra dostoievskiana, aunque también en este caso—a propósito de la histeria—una vez más Dostoievski sea precursor de Freud con la mayor y más completa claridad). También el pequeño Ilucha parece estar pegado—él y todos los demás “pequeños”, por razones casi un poco sentimentales—a la novela. Tiene, en cambio, la función esencial de “desviar” a Aloisha de su única verdadera acción posible, la de salvar al padre; y, por último, de desenmascararlo haciéndole pronunciar ese elogio fúnebre decepcionante, despreciable y sin futuro.

En todo caso, el culpable verdadero y propiamente dicho—ante la sociedad y también ante su propia conciencia—es Dmitri: es él el parricida, es él quien paga el parricidio, que, en realidad, ha llevado a cabo también materialmente; dado que efectivamente ha herido de muerte al “doble” del padre, que es sustituido por una especie de intervención divina: como la que sustituyó a Isaac por el cabrito. Esta intervención divina no es mérito de Dmitri. Y tal vez ni siquiera ha tenido lugar.

En esta maraña de relaciones, todas entre hombres, hasta rozar la homosexualidad (todos los sentimientos que enlazan a estos hombres entre sí se hallan en el límite del amor: Zosima y Aliosha, los tres hermanos entre sí, Kolia y Aliosha); en esta maraña de relaciones entre hombres, digo, las mujeres son como universos aislados, ligados al resto de los sucesos solamente por sentimientos oscuros hasta ser inexpresables o bien por palabras lisas y llanas. Todo el gran amor de Dmitri por Grúshenka está sólo enunciado: y, por añadidura, con expresiones vacías, casi irónicas, como “reina del corazón”, etcétera.

También el amor de Katerina, tanto hacia Dmitri como hacia Iván, es todo él nominalista. Repercute en el interior de Katerina, y allí se vuelve autosuficiente. Precisamente por estar así aisladas entre los hombres—como mundos diversos—las mujeres irrumpen en las vidas de los demás con gran ímpetu tempestuoso pero siempre inconsistente. Ellas terminan por quedarse solas, desligadas, aisladas y espantosamente complicadas y enigmáticas, tal como eran al principio, cuando no se la conocía y todo podía todavía ser explicado. Como las islas agitadas en medio de un mar borrascoso, parecen estar hechas de otra materia que los hombres, que giran vertiginosamente alrededor de ellas, dándolas siempre por supuestas, también en el momento en que se muestren más problemáticas y oprimentes (por odio o por amor): en realidad los hombres giran alrededor de ellas—que se mantienen quietas o bien actúan presa de repentinos ímpetus movilizadores que las devuelven luego al lugar en que estaban—se observan, se atraen o se rechazan únicamente entre ellos.

Y naturalmente se habla sólo de sentimientos, porque, en cuanto a órganos sexuales se refiere, los héroes de Dostoievski parecen estar privados de ellos. En “nuestra ciudad” no se habla de ello. Y hablar de ello, precisamente, era la frontera que estaba destinado a atravesar Freud, sin el cual el psicoanálisis de Dostoievski hubiera sido una especie de continente perdido.

13 de septiembre de 1974.

* Este artículo de Pier Paolo Pasolini fue publicado originalmente en el seminario italiano Tempo y luego recogido junto a otros textos sobre literatura en su libro Descripciones de descripciones.

PADRES (I)

27 Sep
Mierda

Por Elsa Kalish

Patrimonio. Una historia verdadera, de Philip Roth, traducción de Ramón Buenaventura, editorial Seix Barral, segunda edición argentina: 2007.

Cómo se escribe una reseña. No tengo ni idea. El año pasado intente garabatear una reseña sobre una pequeña y bella novelita de Jorge Viera, Mientras gira el viento, y era tan mala, que los editores de elinterpretador me la rebotaron. Ahora, después del fracaso rotundo y estrepitoso de aquella primera reseña mía acerca de la novela de Jorge Viera, Mientras gira el viento, vuelvo a intentarlo, con otra pequeña y bella novelita. Tengo frente a mi, Patrimonio, de Philip Roth.

A Philip Roth lo conocí una tarde inverosímil del 98 boludeando en la librería de usados Los Cachorros de Parque Centenario. Creo que encontré en las bateas de un peso de Los cachorros su novela Mi vida como hombre, editada por EMECE, o El lamento de Portnoy, editada por Bruguera·Libro Amigo. En todo caso, Mi vida como hombre y El lamento de Portnoy, fueron las primeras cosas que leí de Roth, al módico precio de un peso cada una. Luego encontraría en las librerías de saldo de Corrientes a ocho o diez mangos El teatro de Sabbath y Operación Shylock, publicadas por Alfaguara. Y después, en fin, fui rastreando sus novelas por cuanta librería de Buenos Aires pasara. No puedo evitar pasar por una librería y no detenerme, entrar, ver, revolver.

¿Debería, ya que es una reseña, dar cuanta de dónde nació Philip Roth, señalar cuales son sus obras mas destacadas, y fecharlas, y ponerlo dentro de una serie, una tradición y mencionar minimamente de qué van esas obras destacadas? Supongo que debería. Pero hay tantas cosas que debería hacer y no hago en mi vida que por qué preocuparme por cómo debería escribir esta reseña. Si no se cómo carajos vivir y sin embargo respiro, por qué preocuparme y no simplemente hablar sobre Roth y ya. Bien, sigamos, que mas da.

Patrimonio cuenta la relación de Philip Roth con su padre, a partir de un tumor cerebral que se le declara al viejo a los 86 años. Patrimonio es una novela con final cantado, el padre se muere. Patrimonio es la herencia que recibe un hijo de su padre. “Mierda”. Y Roth, con ese patrimonio, ese pasado, esa herencia, esa mierda, a partir de apuntes que toma mientras acompaña a su padre ante la muerte, escribe esta novela. ¿Literatura autobiografica, ficción? Qué se yo, qué me importa. Roth sabe narrar y Patrimonio es un gran relato que se lee de un tirón. Después de todo esto es una reseña que escribo porque me copó un libro y quiero trasmitir eso y no empezar a mandar fruta en un texto para presentar en un congreso para sumar porotos en mi curriculum para subir peldaños en el escalafón académico.

Ya en otras novelas, Philip Roth, que hay que señalar, tiene un sentido del humor y la ironía geniales, ha satirizado el problema de la herencia. Por ejemplo, en El lamento de Portnoy o El teatro de Sabbath, aparece la problemática figura de la madre, de la idish mame—claro, Roth, es un escritor americano, 100% americano, pero que se ha criado en un hogar judío no ortodoxo—, y en La lección del maestro y Operación Shylock juega con el problema de la torturada y pesada memoria judía del siglo XX. Y con Patrimonio se mete con la herencia paterna, que a diferencia de otras novelas suyas carece de humor, pero no de ironía.

No recuerdo muchos libros dedicadas al padre. La invención de la soledad, de Paul Auster—probablemente la única novela leíble de un escritor infumable—, los Cuentos de los años felices, del gordo Soriano y, quizás, el Barón Biza de Christian Ferrer—que no es una novela, pero que se podría leer como la parte de la historia que le falta y reclama la novela de Jorge Barón Biza, El desierto y su semilla, novela que si en lugar de tener el tono frió y objetivo con el que Michel Houellebecq narra magistralmente Las partículas elementales hubiera optado por el tono desquiciado de las voces rencorosas y llenas de odio que vomitan su delirio de los personajes de ¡Absalón, Absalón! de Faulkner, esa novela, El desierto y su semilla, sería, sencillamente, una obra cumbre.

Hace un mes atrás, cuando pase por la librería de usados y saldos, El banquete, de Pampa casi esquina Ciudad de la paz, y encontré en ella un piloncito de patrimonios de Roth en un estante de saldos, les envié un mail a Inés y Camila, que suelen pasar por esa librería, recomendándoles que cuando vayan al Banquete no dejaran de comprar la novela de Roth. Y cebada, en mi rol de asesora literaria, les escribía, que leyendo una novela como Patrimonio una se da cuenta lo buena y viva que esta la novela americana frente a la europea muerta hace más de medio siglo y la argentina que nunca ha podido traspasar el umbral de las buenas intenciones correctas y mariconas. Puede que me haya excedido un poco en mi observación—acerca de la literatura argentina, claro, porque la europea hace décadas es un socotroco marca Cañon—, pero la literatura americana desde principios del siglo XX a hoy no ha dejado de ser una máquina de sacar buenos narradores, cosa que no sucede aquí, y mucho menos en Europa, miren, si no, cito de memoria: Bierce, London, Cadwell, Faulkner, Chandler, Dick, Capote, Cheever, Burroughs, Pynchon, Bukowski, McCarthy, Tom Wolfe, Ellroy, ¡¡¡Sthepen King!!!, Lorrie Moore, Palaniuk, Ford, Ruso, Franzen y la puta que los parió, qué bien que escriben los americanos. Y Philip Roth, claro, aunque tenga novelas que no valen nada, como esa novelita cuyo titulo me fascina Cuando ella era buena.

Pero volviendo a Patrimonio, creo que la novela recoge un problema sartreano, o no, pero yo lo leo así, qué tanto, soy yo— y ese “soy yo”, que escribo, no puede olvidar la obsesiva pregunta que siempre se ha formulado Sthepen King a la hora de sentarse a escribir: ¿quién soy yo cuando escribo?— la que esta hablando a partir de lo que ha leído y a mi se me antoja que eso esta en el texto, qué tanto, che: el problema no es tanto saber que han hecho con uno sino qué es capaz de hacer uno con eso que le han hecho. La herencia, el patrimonio, la mierda que se hereda no se quita, jamás. Lo que sí, hay formas y formas, de llevarla. La novela de Philip Roth no explica cuál seria su mejor forma ni mucho menos. Philip Roth es un escritor, no un boludo que te dice cómo tenes que vivir para ser feliz. Y hace algo mucho mejor, narra “una historia verdadera”. Gracias, Roth, por todos estos años de buena literatura, que de algún modo, ya son parte de mi patrimonio, de mi herencia, de mi propia mierda.